martes, 8 de abril de 2008

Los Perros Nocturnos (Completo)




Cronicas: I

Éramos nosotros y quizás algunos más,
corriendo por la buhardilla, atravesando
las máscaras venecianas, guiados por
nuestras narices de Cyranos; hasta caer
posesos, presos del fulgor de unos ojos
violentamente violetas.
Nos acercamos sigilosos y mordimos
sus pies desnudos hasta subir discretos
a una ingle mojada, que nuestras lenguas
acariciaron sincopadas y presurosas,
con el fin de no revelarle a la noche
el comienzo de nuestro juego.


II

Levantamos su rojo /corset-cabaret-caviar/
y bailamos jubilosos por la bajada de la
Rue Montmartre hasta llegar, entre espasmos
contenidos, a bordear su curvilíneo descenso.


III

Nuestras bocas sabían a sal, nuestras
narices olían a madera vieja.
Cerca del Boulevard Saint Dense, dejamos
enterrado el mejor hueso, ese que antes
fue carne, que supo en nuestras bocas
a libido derramada, a ojos violetas y sangre seca.


IV

Al despuntar el día vagamos como leprosos,
con nuestras cabezas gachas, sonriendo
mentiras a los infelices.
Por la noche junto a la caída del sol,
nuestros espíritus fueron redimidos del encierro
de la luz. Algunas bocas mordieron las manos
de quienes nos daban de comer, otros recitamos
extasiados pasajes perdidos en textos de Bataille.


V

¡Ahí vienen los perros!
Los ventanales de la Rue San Juan se cerraron
previniendo todo tipo de avance,
lacerando violentamente
la sorpresa de nuestra llegada.


VI

Como perros de raza nos fuimos yendo
con las cabezas en alto,
en el silencio más puro y diegético,
un silencio cargado de rabia sometida al desprecio.
Vagamos declamando Blake por la Rue de la Republique
necesitados del bello carnaval y de unas
/pálidas-piernas-nocturnas/ y entreabiertas.

VII

Carnaval, la única noche en la que el noble se
convierte en perro y el perro se vuelve ley.
Bailamos como perros felices moviendo
nuestras colas entre caras bufonescas,
en un trance dionisiaco; hasta que uno de nosotros
vislumbró en un destello, dos bellas máscaras
siamesas de Atenea, colocadas como estandarte
en pequeños y delicados cuerpos jóvenes.


VIII

Sobre el cortejo del opulento carnaval,
los perros de la noche comenzamos nuestra
hipnótica danza, apartando a la doble diosa
hacia un lugar aislado, hacia una tierra
menos curtida de colores y sonidos vivos.


IX
“El ladrido de los perros, opaca el llanto de los dioses”.


X

En la Rue de L'Odéon nos observaron
aguantando la respiración, como quien
examina de cerca y con asco a un apestado,
o quien baña en el río a un mal parido.
Afortunadamente un frío de perros respaldó
nuestro vagar, haciendo retroceder a los gélidos curiosos.


XI

Un afilado metal se abrió paso en el cuerpo
de uno de los nuestros, segundos antes de que
oyéramos elevarse el canto efervescente de la turba.

¡Ahí están los perros! ¡Los que están malditos!

¡Los que atacan de noche! ¡Los que asesinan a los dioses!


XII

Si el dolor físico tuviese palabras,
estarían marcadas a cara de perro.
De la Rue du Pré se elevó un vapor negro,
que olía a carne chamuscada, a llagas en el cuerpo.
Exhaustos de escapar, los que quedamos decidimos
hacer frente con nuestro veneno, a los extirpadores de la peste.


XIII

El fuego quemaba nuestras orejas
y bocas; entre mordidas compulsivas
elevamos ladridos de muerte, recitando
poemas de Rimbaud mezclados con la verborrea
propia de la pelea; una verborrea lírica
que en cada mordida, con cada zarpaso,
nos devolvía a la noche, nos acercaba a la muerte.


XIV

“To die: to sleep; No more; and by a sleep to say we end The heart-ache and the thousand natural shocks That flesh is heir to, 'tis a consummation Devoutly to be wish'd. To die, to sleep; To sleep: perchance to dream”.


(Hamlet, III, 1)